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5 jun 2010

[II.1.]
Utilizo la palabra energía en el mismo sentido que lo hace en su diccionario María Moliner, quien la define, en primera acepción, del modo que sigue: "Capacidad mayor o menor de alguien o algo para realizar un trabajo o esfuerzo o producir un efecto". Evidentemente, aquello a lo que aspira nuestra energía escénica es a producir un efecto determinado sobre el público.
Llegados a este punto, podríamos entrar, justificadamente, a debatir sobre el concepto de catársis, que Aristóteles aplica a la música -en su Política- y a la tragedia -en su Poética-. En ninguno de los dos casos llega Aristóteles a definir propiamente el concepto de catársis, pero sí lo asocia con un arte sólo secundariamente imitativo como la música -hoy lo consideraríamos un lenguaje abstracto, lo que también es discutible-, y con las emociones -la compasión, el temor-. Lo que es evidente, y es lo que nos interesa aquí, es que la catársis nada tiene que ver con la palabra ni con aspectos intelectivos y conceptuales. Es ahí donde -al margen de los beneficiosos efectos sociales que la catarsis pueda tener, en opinión de Aristóteles, sobre el público- el concepto de catarsis y el de energía podrían ser concomitantes.
Sea como sea, el concepto de energía forma parte del lenguaje común de actores y directores y resulta perfectamente comprensible utilizada en el contexto adecuado, aunque, por lo general, suele usarse de forma ambigua y no se la suele concebir de manera adecuada o -dicho de forma más precisa- estructuradamente compleja. Cualquier director reclamará más energía a sus actores en determinados momentos. Nadie se sentirá desconcertado cuando, ante una escena, alguien proponga que se trata de un máximo energético. A nadie le sorprenderá que un director reclame a un compositor una música o a un iluminador determinados efectos que realcen la tensión de un momento concreto. Vista así, sin embargo, la energía se refiere casi exclusivamente a los máximos -acción, emoción, crueldad, interés, tensión...-, mientras que un concepto realmente comprehensivo debería incluir asismismo los mínimos energéticos y proponer una curva continua -de carácter prácticamente musical- para el devenir energético de cualquiera de las piezas que se desarrollan en un tiempo estrictamente delimitado -música, cine, teatro-. En ningún momento se entiende que la energía modifique sustancialmente el aspecto conceptual de la pieza, simplemente funciona como vehículo y modificador emocional de la información que sirve.
Visto así, el concepto de energía, muy brevemente, podría definirse como la acumulación de impactos sensoriales y emocionales que el público recibe durante la representación y que transforman su estado de ánimo y lo predisponen a recibir la información intelectual de una manera no exclusivamente racional.
De hecho, el de energía es el concepto central de la concepción teórica de la dramaturgia que propongo, que parte de la idea del público como receptor sensorial y emocional de una multiplicidad de impactos que recibe por diferentes canales y que él procesa simultáneamente. Lejos de eliminar el valor de la palabra en beneficio de los lenguajes sensoriales (música, luz, acción, colores, etc.), la sitúa en dos momentos distintos del proceso de creación: 1) Al principio, como elemento conformador ultraconsciente de lo que serán todos los impulsos que se produzcan durante el proceso de la representación. 2) Al final, como texto acabado que escuetamente reúna las palabras que deben ser dichas durante la representación (es bajo esta perspectiva como se comprenden plenamente las opiniones de Peter Brook sobre la palabra-impulso en Shakespeare que he comentado en I.7.).
El hecho de dar al texto teatral final -es decir, al guión perfectamente acabado- una prioridad máxima, algo en que los dramaturgos suelen insistir en defensa de su parcela propiamente textual y que los filólogos hacen por la lógica de siglos de conservación del teatro por ese único medio y, a menudo, también por simple desconocimiento de las leyes que rigen lo escénico, no hace otra cosa que distorsionar una realidad perceptiva que va mucho más allá de estas palabras. No es sorprendente, en cambio, que al mismo Shakespeare, hombre fundamentalmente de teatro, dramaturgo hecho sobre las tablas, la conservación de sus propios textos le preocupara tan poco como para que fueran sus compañeros quienes lo hicieran una vez muerto él (a una edad, es verdad, temprana).
Vista así, la dramaturgia es fundamentalmente el cañamazo temporal que prevé la progresiva incorporación de materiales -conceptuales, narrativos y escénicos- por medio de todos los lenguajes que intervienen en la puesta en escena: de un lado, los que se derivan de los códigos prelingüísticos (que son propios de los actores, bailarines y cantantes: lenguaje corporal, gestual y vocal); de otro, los que se derivan de los códigos sensoriales (los lenguajes plásticos de los escenógrafos, iluminadores y figurinistas; también el lenguaje musical); por último, y entrelazado con todos ellos, el lenguaje textual que recoge la oralidad de los diálogos y monólogos.
Los códigos prelingüísticos y sensoriales són anteriores al uso del lenguaje verbal y, por eso mismo, y porque se dirigen a nuestra naturaleza animal, impactan sobre el público de forma mucho más intensa e inmediata, aunque también de forma mucho menos racional y consciente. Estos impactos que utilizan de forma absolutamente habitual artes como la música, el cine o el teatro son, justamente, lo que llamamos energía.
El concepto de energía aplicado a la dramaturgia de una forma sistemática permite plantear etrategias de análisis, concepción dramatúrgica y puesta en escena que son una guía excelente en el proceso de creación.
Retengamos por el momento dos conceptos:
  • energía como elemento de concreción de las emociones
  • energía como elemento estructurador de la atención del público

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