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14 may 2010

[I.2.]

En el Fausto de Goethe hay una conciencia muy clara de un alejamiento concéntrico de la naturaleza. Fausto, al inicio de la obra, se halla en el centro de todas las circunferencias encerrado en su cubículo, rodeado de libros, enquistado en un edificio de gruesos muros de piedra que lo alberga y lo aisla del mundo. Son las campanas y los ángeles los que lo arrancan de su noche de pesadilla en la que deja seducirse por la idea de la muerte. Y entonces sale al mundo. A la luz. A la contracara de la noche, del miedo y de la sabiduría.
Desde ese instante empieza a alejarse, cada vez más, del agujero de sus conocimientos librescos (al que sólo regresa, por cierto, para pactar con el diablo, un Mefistófeles jovial vestido de estudiante) para acceder al (y perderse en el) mundo. Al pequeño mundo de regusto gótico, en la primera parte. Al gran mundo en la complejísima, extensísima segunda parte que hunde sus raíces en la sabiduría clásica grecolatina, la sabiduría adquirida a lo largo de una vida longeva en la pacífica Weimar.
Con todo la percepción del mundo que comparten Goethe y el lector de su tiempo, se va alejando en círculos concéntricos desde ese centro absoluto que es el yo fáustico encerrado en la cárcel de su pensamiento. Fuera, en el primer círculo, está la ciudad; en el segundo círculo, los campos cultivados; en el tercero, los bosques que ya empiezan a ser parte de la naturaleza pero que todavía son penetrados por el hombre; en el cuarto, empieza la naturaleza salvaje que el hombre aún aspira a conquistar; en el quinto, la naturaleza indomable que fascinó al romanticismo; más allá, en el sexto y séptimo círculos concéntricos, se hallan las naturalizas trascendidas de la noche de Walpurgis y, aún más allá, la naturaleza cuyo centro absoluto es la Helena que representa la Belleza en mayúscula del mundo clásico, el mundo donde toda sabiduría tuvo su origen.
Frente a esta multiplicidad concéntrica de mundos superpuestos (que encajan, unos en otros, como encajan las ruedas dentadas de un engranaje) que protegen progresivamente al hombre de la naturaleza abismal y rodeándolo de una naturaleza domesticada de amenos bosques, prados y campos de cultivo, el hombre de hoy vive hasta tal punto encerrado en una naturaleza doméstica que incluso los deportes de aventura van matasellados con el signo de lo artificial. El último abismo se domesticó con los primeros vuelos espaciales y, en especial, con el viaje a la Luna. Y ahora, cualquier terremoto, tifón, tsunami, la erupción de un volcán, nos parecen la regurgitación de una naturaleza que, como animal salvaje, yace a nuestros pies y, ronroneando, se cobra, de vez en cuando, alguna víctima. Pero, y eso es lo que sea lee en los periódicos, toda catástrofe natural hubiese podido preverse de haber hecho caso a los registros sísmicos, a los partes meteorológicos, a la tectónica de placas, a la estructura geológica. Es falta de previsión. En torno al hombre ya no hay naturaleza. No por casualidad, Fausto encuentro su instante de belleza, al final de su epopeya imposible, en el dominio de la naturaleza, en el hecho ponerle un dique a la violencia del mar.
¿Pero qué hacer, justamente, con la naturaleza del hombre? Porque el hombre sigue siendo el afinado ser que ha surgido, en la lucha por la supervivencia, de esa naturaleza que George Steiner definía como una peligrosa jungla de informaciones que hemos de saber leer. Nuestra supervivencia (no lo olvidemos: la supervivencia del grupo) deriva de la correcta e inmediata interpretación de los indicios.
Ése es el hombre en naturaleza. Un ser abierto al mundo.

1 comentario:

  1. Cuando Goethe escribe el urbanismo empieza a ser la norma y no la excepción, el sueño de un mundo a escala del hombre (con barandillas de seguridad y caminos arbolados) deja de ser una utopía para brillar en el futuro próximo... pero eso es solo el principio.

    El mundo contemporaneo es un mundo domesticado, pedagógico; un mundo donde la codificación implacable de la experiencia es tan global que llega a simplificar la experiencia misma, donde Auswitz es un museo y la muerte un trámite administrativo.

    Nos terminamos convirtiendo en nuestras películas, en nuestros simpáticos anuncios de coca cola, amoldamos nuestra experiencia con el mundo a lo que nos dijeron (y nos dijimos, aquí empieza la trampa) que era el mundo.

    Luego no entendemos que la primavera no de flores y que los feos no tengan buen corazón porque nos olvidamos de que la primavera nos la hemos inventado nosotros, y también hemos inventado a los feos, nos hemos inventado el corazón y las flores. Las flores son órganos sexuales que nada tienen que ver con Haëndel. Haëndel lo hemos puesto nosotros en el saco.

    ¡Basta de películas que se entienden y de flores que suenan a Haëndel!¡Abajo la pedagogía! El mundo que se entiende huele a viejo

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