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I. Sobre el público

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I. Sobre el público


[I.1.]



[I.2.]

En el Fausto de Goethe hay una conciencia muy clara de un alejamiento concéntrico de la naturaleza. Fausto, al inicio de la obra, se halla en el centro de todas las circunferencias encerrado en su cubículo, rodeado de libros, enquistado en un edificio de gruesos muros de piedra que lo alberga y lo aisla del mundo. Son las campanas y los ángeles los que lo arrancan de su noche de pesadilla en la que deja seducirse por la idea de la muerte. Y entonces sale al mundo. A la luz. A la contracara de la noche, del miedo y de la sabiduría.

Desde ese instante empieza a alejarse, cada vez más, del agujero de sus conocimientos librescos (al que sólo regresa, por cierto, para pactar con el diablo, un Mefistófeles jovial vestido de estudiante) para acceder al (y perderse en el) mundo. Al pequeño mundo de regusto gótico, en la primera parte. Al gran mundo en la complejísima, extensísima segunda parte que hunde sus raíces en la sabiduría clásica grecolatina, la sabiduría adquirida a lo largo de una vida longeva en la pacífica Weimar.

Con todo la percepción del mundo que comparten Goethe y el lector de su tiempo, se va alejando en círculos concéntricos desde ese centro absoluto que es el yo fáustico encerrado en la cárcel de su pensamiento. Fuera, en el primer círculo, está la ciudad; en el segundo círculo, los campos cultivados; en el tercero, los bosques que ya empiezan a ser parte de la naturaleza pero que todavía son penetrados por el hombre; en el cuarto, empieza la naturaleza salvaje que el hombre aún aspira a conquistar; en el quinto, la naturaleza indomable que fascinó al romanticismo; más allá, en el sexto y séptimo círculos concéntricos, se hallan las naturalizas trascendidas de la noche de Walpurgis y, aún más allá, la naturaleza cuyo centro absoluto es la Helena que representa la Belleza en mayúscula del mundo clásico, el mundo donde toda sabiduría tuvo su origen.

Frente a esta multiplicidad concéntrica de mundos superpuestos (que encajan, unos en otros, como encajan las ruedas dentadas de un engranaje) que protegen progresivamente al hombre de la naturaleza abismal y rodeándolo de una naturaleza domesticada de amenos bosques, prados y campos de cultivo, el hombre de hoy vive hasta tal punto encerrado en una naturaleza doméstica que incluso los deportes de aventura van matasellados con el signo de lo artificial. El último abismo se domesticó con los primeros vuelos espaciales y, en especial, con el viaje a la Luna. Y ahora, cualquier terremoto, tifón, tsunami, la erupción de un volcán, nos parecen la regurgitación de una naturaleza que, como animal salvaje, yace a nuestros pies y, ronroneando, se cobra, de vez en cuando, alguna víctima. Pero, y eso es lo que sea lee en los periódicos, toda catástrofe natural hubiese podido preverse de haber hecho caso a los registros sísmicos, a los partes meteorológicos, a la tectónica de placas, a la estructura geológica. Es falta de previsión. En torno al hombre ya no hay naturaleza. No por casualidad, Fausto encuentro su instante de belleza, al final de su epopeya imposible, en el dominio de la naturaleza, en el hecho ponerle un dique a la violencia del mar.

¿Pero qué hacer, justamente, con la naturaleza del hombre? Porque el hombre sigue siendo el afinado ser que ha surgido, en la lucha por la supervivencia, de esa naturaleza que George Steiner definía como una peligrosa jungla de informaciones que hemos de saber leer. Nuestra supervivencia (no lo olvidemos: la supervivencia del grupo) deriva de la correcta e inmediata interpretación de los indicios.

Ése es el hombre en naturaleza. Un ser abierto al mundo.

[I.3.]

Trasladado a https://itacaeolia.cat/07-l-espectador-intel-ligent

[I.4.]

Trasladado a: https://itacaeolia.cat/08-lespectador-i-la-cultura

[I.5.]

Peter Handke, en la magistral lección de dramaturgia que es Insultos al público, ha dejado una de las caracterizaciones más lúcidas que pueden hacerse referidas a cómo los espectadores van tornándose esa unidad compacta que es el público:

"Antes de venir aquí habéis hecho unos preparativos. Habéis venido con unas ciertas ideas. Habéis entrado en el teatro. Os habéis preparado a esto, a venir el teatro. Habéis tenido cierta expectación. Pensando en el tiempo, habéis salido de casa corriendo. Os habéis imaginado alguna cosa. Os habéis preparado a alguna cosa. Os habéis preparado a alguna cosa, a estar presentes en alguna cosa. Después os habéis prepadado a ocupar vuestro asiento, a sentaros en esta butaca alquilada y asistir a alguna cosa. Quizá hayáis oído hablar de la obra. Habéis hecho, pues, vuestros preparativos y habéis esperado con calma alguna cosa. Habéis dejado que la cosa venga por si sola. Os habéis sentido dispuestos a sentaros y dejaros ofrecer alguna cosa."

[...]

"Por vuestros propósito os habéis diferenciado de otros que se han encaminado a otros lugares. Y por vuestro propósito habéis constituido una unidad con los otros que se habían encaminado hacia aquí. Habéis tenido una misma meta. Durante un tiempo determinado habéis tenido ante vosotros un futuró común con otros."

[...]

"Estáis sentados en filas. Formáis un dibujo. Estáis sentados en un cierto orden. Volvéis la cara en una cierta dirección. Estás sentados a igual distancia el uno del otro. Sois un auditorio. Formáis una unidad. Sois un auditorio que se encuentra en una sala de espectáculos. Vuestros pensamientos son libres. Aún os fabricáis pensamientos propios. Nos miráis hablar y nos oís hablar. Gradualmente vuestras respiraciones van haciéndose todas iguales. Vuestra respiración se ajusta a la respiración con que nosotros hablamos. Vosotros respiráis como nosotros hablamos. Nosotros y vosotros formamos gradualmente una unidad."

Lo que me interesa del planteamiento de Handke es la descripción que hace de cómo una persona va tornándose progresivamente espectador y cómo, luego, se convierte en aquella unidad que él denomina auditorio. Evidentemente, Handke habla del teatro, pero en realidad define un tipo concreto de acontecimientos que van más allá del teatro y en los que los carácterístico y esencial es la presencia del público en el mismo espacio y al mismo tiempo. De hecho, es preciso considerar que una parte sustancial de este proceso de conversión del conjunto de personas en auditorio lo comparte el teatro con otras formas de la cultura tan alejadas como los ritos religiosos, los acontecimientos deportivos, los mítines políticos y todos aquellos fenómenos culturales que consienten un disfrute colectivo y se desarrollan en el tiempo (cine, música, teatro, danza, corridas de toros, performance...). Sea cual sea el objetivo, todo individuo que acude a uno de estos acontecimientos sufre una disolución en la masa y adopta de forma natural un comportamiento colectivo, o, como lo diría Handke, en su proceso de disolución en una determinada sensibilidad grupal, los espectadores dejan de fabricar pensamientos propios.

  • Antes de venir aquí habéis hecho unos preparativos
De hecho, el proceso de conversión de la persona en espectador puede haber empezado mucho antes del momento de entrar en la sala. Podríamos decir que, en realidad, abarca todo el proceso a través del cual el individuo ha ido convirtiéndose, progresivamente y a lo largo de muchos años, en espectador teatral. Todos los conocimientos adquiridos en este sentido entrarían en esto que Handke, refieriéndose sin duda a un lapso de tiempo más breve, llama preparativos y que nosotros, aquí, deberíamos llamar formación. Porque, incluso esos últimos preparativos que han hecho que una persona cualquiera acuda finalmente a una representación teatral, vienen determinados por toda la experiencia acumulada desde la infancia y en el seno de la familia en este sentido. Ya seamos espectadores de la antigua Grecia dispuestos a acudir a la última tetralogía de Esquilo, o lo seamos del teatro más innovador del siglo XXI, llegamos al lugar de la representación con toda una serie de prejuicios y expectativas que han venido conformándose a lo largo de los años en nuestra inmersión en lo social.

  • Habéis venido con unas ciertas ideas
Pero al margen de estos preparativos más generales (que tienen que ver con la educación, la ideología y con nuestro sentido de pertenencia al grupo) es verdad que, además, hay unas motivaciones puramente individuales que nos mueven a acudir a uno u otro lugar (la explicación de qué és lo que buscamos individualmente en cada ocasión, aspecto extremadamente complejo de lo cultural, es algo que abordaré cuando hable del valor de los significados en el proceso de emisión-recepción en el plano colectivo de lo social). Con todo, cabe afirmar que en torno a cualquier acontecimiento cultural, se producen reverberaciones sociales cuya función es la de informar. La misma publicidad, los artículos periodísticos, las críticas, las entrevistas (diarios, radio, televisión), fotografías, filmación de determinadas secuencias clave, músicas..., el mismo proceso de expansión social en un plano casi individual que es el boca a boca, todo contribuye a dar una adecuada dimensión social a todo acontecimiento. Sin este complejo proceso colectivo, lo cultural perdería gran parte de su sentido social.

  • Habéis tenido cierta expectación
Son nuestros gustos, intereses, aptitudes, personalidad, aficiones, aspiraciones, deseos, pulsiones los que nos han movido a acudir a uno u otro lugar. Es cierto que somos determinados por nuestra biografía social, pera reaccionamos en cada momento según lo que nos indica nuestra forma no consciente de habitar la cultura. Aspiramos a calmar nuestra ansiedad, a incrementar nuestros conocimientos, a satisfacer nuestros placeres. Acudimos a los lugares con expectativas perfectamente determinadas. Y ello implica conocer de forma extensa, aunque sea sólo en sus aspectos generales, aquello a lo que uno se prepara a asistir: no se conoce el resultado de un partido de fútbol, pero las posibilidades son pocas y el placer no necesariamente se halla en los detalles que constituyen lo imprevisible. Este placer que hallamos en lo conocido nos hace resistentes a los cambios cuando éstos no se producen de forma gradual, prácticamente imperceptible. Otra cosa es el concepto de novedad que se ha instalado en el centro de la cultura occidental a lo largo del siglo XX y que aún perdura. De hecho, entendemos la novedad como un ámbito constante, invariable, donde la novedad es aceptada per se. Pero no es, en cualquier caso, una novedad esencial, no busca un giro copernicano que altere nuestro sentido de la continuidad. No aspira a la revolución ni a la ruptura.

  • Por vuestros propósito os habéis diferenciado de otros que se han encaminado a otros lugares

La aceptación de unas formas de la cultura frente a otras nos hacen tomar conciencia de cierta identidad (estadística) con otras individuos con los que, inevitablemente, establecemos cuando menos la percepción de unos determinados lazos de afinidad más o menos conscientes (altamente conscientes en un mitin político, mucho más difusos en, por ejemplo, un concierto de música clásica). En los momentos en que la colectividad tiene dimensiones naturales (próximas a las de la tribu en que el hombre se ha desarrollado a lo largo de toda la evolución), las formas mayores de la cultura se practican por el grupo en su totalidad (existe la necesidad constante, a lo largo de la historia, de mantener ciertas prácticas culturales que impliquen a la práctica totalidad de los individuos que conforman el grupo, ya sea la celebración de la misa o el consumo masivo de televisión). La ampliación del grupo y la progresiva complejidad de su articulación ha comportado tanto la especialización de los individuos como el establecimiento de subgrupos más o menos definidos en el seno más amplio de la sociedad. Aceptamos que todos estos grupos tengan sus ritos privativos y sus formas culturales propias siempre y cuando se perciban como parte del grupo mayor (cuando esta percepción de pertenencia al grupo se rompe, las reacciones, como sabemos por la repetición de sucesos similares vividos a lo largo de la historia, pueden ser muy graves; la historia del pueblo judío en Europa se explica en gran medida por este mecanismo que acabó implicando el proceso de exclusión, expulsión y exterminio tal como lo estudia, por ejemplo, Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo). Estos actos de posicionamiento social, independientemente del nivel de compromiso que conlleven, conforman la dimensión final de nuestro ser social.

  • Por vuestro propósito habéis constituido una unidad con los otros que se habían encaminado hacia aquí

Este proceso de constituirse en unidad por parte de un conjunto de espectadores es algo palpable en el vestíbulo de cualquier teatro, en las calles ante cualquier campo de fútbol, entre los asistentes a cualquier mitin político. La pregunta que, consciente o inconscientemente, se hacen todos los allí presentes es: ¿qué tengo en común con todos los demás? Y las respuestas, conscientes o inconscientes, pueden ser muchas y diversas, pero contienen siempre un cierto sentido de pertenencia a un grupo que, como mínimo, tiene en común aquella experiencia, aunque existe la certeza de que se comparten, sin la menor duda, otros de los motivos que los han inducido a todos a acudir al lugar. Hay, pues, una conciencia de común denominador que los unifica, aunque los espectadores no se hayan compactado todavía en un auditorio (una palabra que apenas deja ver la importancia de los sucesos interiores, la conmoción que tiene lugar durante el proceso de asistir a un acontecimiento cultural del tipo que sea).

  • Os habéis sentido dispuestos a sentaros y dejaros ofrecer alguna cosa
De momento, existe sólo una predisposición a la unidad. Es la aceptación de unas normas concretas según las cuales el espectador deberá comportarse como tal. Él se sentará pasivo entre otros espectadores y se limitará a recibir, sin posibilidad de responder más que por medio de una respuesta colectiva (por ejemplo, el aplauso, la risa), una determinada clase de estímulos que habrán de afectarlo durante un cierto tiempo. Està dispuesto a dejarse reducir, pues, a un receptor colectivo (o, dicho en la jerga que utilzaré más adelante, un receptor social, netamente diferenciado por su actitud y objetivos de un receptor individual). Pero en el vestíbulo esta conversión todavía no ha tenido lugar, todavía está en proceso. Y el proceso, como vemos, ha comenzado mucho antes.

  • Estáis sentados en un cierto orden

La conversión de los espectadores en auditorio empieza a producirse, en realidad, en el momento en que se encuentran ya reunidos en el recinto donde tendrá lugar el acontecimiento cultural. El término alemán para representación, Vorstellung, es, en el sentido que podríamos utilizarlo aquí, más adecuado porque, traducido, indica escuetamente lo que se pone delante, e implica, por lo tanto, la presencialidad de los espectadores, en alemán Zuschauer, los que miran hacia. En realidad, lo que importa es aquello que se pone ante los ojos. Éste es, en definitiva, el sentido último del espectador, que ha venido con el objetivo de vivir una experiencia perceptiva (por lo general, visual o auditiva cuando hablamos en un plano social) y se dispone a ello. El hecho de sentarse en un cierto orden implica no sólo una predisposición, sino una actitud óptima para la recepción. El espectador intenta canalizar toda su atención hacia aquello que tiene delante, la representación, la Vorstellung. Éste es un hecho extremadamente relevante por cuanto que muestra que el espectador se prepara para extraer la máxima significación posible del lugar de la representación que, en términos semióticos, deberíamos llamar "espacio de significación", porque todo lo que sucede allí tiene única y exclusivamente un valor de signo.

  • Formáis una unidad

Ante el espacio de significación, la unidad que conforman los espectadores es distinta a la de esa vaga unidad de ideas que los ha impulsado a ir hacia cierto lugar con un objetivo común. Ahora, sentados en la sala, la unidad tiene casi el mismo sentido que podríamos aplicar en el caso de los remeros de una nave. Es una unidad funcional, necesaria, sin la cual el proceso social de emisión-recepción no podría tener lugar. Existe un momento en toda representación en la que se reclama a los espectadores que presten unanimemente atención. Shakespeare lo conseguía a menudo irrumpiendo en el espacio con una secuencia ruidosa y animada y haciendo percibir al público, que pululaba desatento por la sala, la sensación de que, en el caso de no prestar inmediatamente atención, acabarían perdiéndose algo importante que les impediría seguir el desarrollo de la narración. En teatro, lo que suele seguir a ese toque de atención es, casi siempre, la exposición, más o menos detallada, de la situación sobre la que se abatirá el conflicto desencandenante que hará que los personajes se enfrenten a una situación imprevista. Antes de sumergirse en la nueva realidad, antes de que la acumulación de nueva información los unifique aún más, el público se guía todavía con criterios propios.

  • Aún os fabricáis pensamientos propios

En realidad, el espectador sufre algo parecido a una disolución, un abandono en el grupo, en el que se siente arropado de una manera especial. Pero el proceso, como vemos, es un proceso gradual. Antes de diluirse-abandonarse completamente y mantenerse como en una especie de estado de hipnosis, o de ensueño (siempre se acaba recurriendo al mito de la caverna de Platón), percibe claramente que aún es capaz no tanto de producir pensamientos propios -que nunca dejarán de interferir y matizar el completo proceso de emisión/recepción- cuanto de producir pensamientos que nada tengan que ver con los de sus vecinos. La progresiva acumulación de información común, que se produce muy especialmente en las primeras escenas, hará que poco a poco comparta con sus vecinos unas mismas preocupaciones y emociones, unos mismos intereses, los mismos deseos y objetivos. En un tiempo relativamente breve -y que la publicidad ha calculado al segundo- el espectador es captado por aquello que tiene ante los ojos y es obligado a prestar atención de forma sutil, porque aquello satisface de una manera extremadamente directa alguno de los placeres instintivos.

  • Gradualmente vuestras respiraciones van haciéndose todas iguales

Aquello de lo que es menos consciente el espectador es de que gran parte de los recursos de toda representación no van dirigidos hacia una recepción puramente racional, sino que forman parte de una estructura de impactos emocionales y sensoriales que alteran completamente nuestro estado de ánimo y, en justa correspondencia, nuestro estado físico. Las vísceras afectadas por el proceso de emisión-recepción no se limitan a los pulmones, sino que, según el momento y el género, se ven involucrados el corazón, la garganta, el diafragma, los intenstinos, el estómago, el sexo. De hecho, son las vísceras las que nos llevan a sentir de forma intensísima, extremadamente vívida, aquello que sucede ante nosotros -y que no tiene por qué ser un proceso empático desarrollado a lo largo de una narración extensa, sino que puede producirse como respuesta inmediata a algo abstracto como ruidos, colores, luces...-. En este sentido, se evidencia que la respuesta a los estímulos sensoriales es absolutamente institntiva, se ha desarrollado en estrecha relación con nuestra supervivencia en la naturaleza y nos lleva hacia estados intensamente emocionales de los que no podemos escapar y, muy a menudo, ni siquiera controlar (como ocurre, por ejemplo, con los momentos especialmente terribles de las películas de terror).

  • Vuestra respiración se ajusta a la respiración con que nosotros hablamos
No sólo es verdad que la respiración del público vaya ajustándose progresivamente al ritmo del espectáculo. El proceso de compactación de todos los asistentes implica a todos los órganos que se verán sometidos, a lo largo de un proceso de duración variable, a una modificación constante. No son metáforas cuando decimos que la tristeza nos pone un nudo en la garganta; que la angustia nos retuerce las tripas; que la una pelea nos acelera los latidos del corazón; que el deseo nos excita. Una narración extensa suele recorrer una extensa gama de emociones y, por lo tanto, también nuestras vísceras vivirán de forma más o menos intensa una misma gama de respuestas a estas emociones. El habla, como en la hipnosis, es, tal como indica Handke, una forma de inducir a ese estado de perceptividad extremo en el que se involucra todo nuestro cuerpo. Pero Handke no intenta profundizar más en este hecho. Le basta con centrarse en el que es, seguramente, el elemento fundamental de la mayoria de religiones: los rezos, esa forma de aplacar la excitación y hacer que el cuerpo penetre en un estado de perceptividad superior, de espiritualidad. Tanto los rezos como una carrera de coches obtienen, sin embargo, modificaciones -distintas en intensidad y carga energética- del mismo tenor.

  • Nosotros y vosotros formamos gradualmente una unidad
En el momente en que actores y público forma una unidad, se ha producido esa especie de comunión que mantiene unidos, tensamente unidos, a los espectadores. Que la tensión puede romperse, lo saben perfectamente los actores cuando escuchan el multiplicarse de toses que son una llamada de atención al fallo producido en la captación de la atención del público (las causas del fallo pueden ser muchas, y cabe incluirlas bajo un concepto que es el síntoma de la mayoría de ellas, el aburrimiento). Un caso parecido es el de los espectadores de una comedia castigados por un espectador que ríe a destiempo o de forma estentórea e inopinada. Cualquier evidencia de la ruptura de la atención por parte de un espectador puede poner en peligro el adecuado desenvolvimiento de esa ceremonia que es, a fin de cuentas, todo acontecimiento escénico. Pensemos, por otr parte, que el tiempo que se considera adecuado no superar es el de las dos horas: porque es a partir de las dos horas cuando las necesidades fisiológicas del ser humano (fundamentalmente la necesidad de orinar) empiezan a hacerse perentorias entre una parte cada vez más numerosa del público (ésta, sin ir más lejos, sería otra causa, y no de las menos frecuentes, para la desconexión del público).

Este estado de conexión es el estado óptimo para que suceda el hecho escénico. Pero no, como vedremos, es un estado exclusivamente humano.

[I.6.]

La primera vez que di con este estado de conexión público-actores enunciado de forma transparente fue, hace ya muchos años, en un artículo de Manuel Vicent, publicado en El País Semanal en 1989, donde lo describía no en el seno de una comunidad humana sino de simios, algo que nos habla, justamente, de la antigüedad evolutiva de este mecanismo socio-psicológico (y de su obvia utilidad para la colectividad). En el artículo, titulado "Sueños de África", Manuel Vicent narra cómo recorre la sabana africana en furgoneta cuando, de pronto, descubre esta situación sorpendrente:

"Antes de oscurecer pasé junto a una nutrida colonia de babuinos en el momento en que un centenar de monos de esta clase se hallaban reunidos bajo el árbol de la fobia en torno al que parecía ser su tirano, un macho de espectaculares encías que daba una arenga a sus súbditos o tal vez una lección política. Las hembras llevaban muy abierta la rosa del sexo, y sobre ella se habían sentado para escuchar con suma atención el terrible discurso que no tenía significado aunque era muy emotivo. Algo acababa de suceder en el mundo de los simios, algo gordo se estaba cociendo entre ellos puesto que aquel jefazo o instructor no hacía sino caldear los ánimos de los oyentes con objeto de arrastrarlos a una victoria. El negro Allan condujo nuestro vehículo enjaulado por una extensión de helechos hasta las cercanías del mitin y entonces pude ver con exactitud el fulgor de la mirada de aquel primer ministro y el ademán con que acompañaba todos sus gritos en medio del silencio del planeta. En el auditorio iba creciendo la tensión a simple vista mientras el orador señalaba el sur al final de cada parrafada, pero tuvo que haber pronunciado sin duda una frase hermosa en el último instante porque de pronto la asamblea de monos puesta en pie interrumpió con aplausos las palabras del tirano y a continuación comenzó a marchar en columna de a tres enfilada al cerro donde esperaba el enemigo en orden de guerra. Los del bando contrario también eran babuinos."
[Manuel Vicent: “Sueños de África”, en El País Semanal, 28.V.1989, número 633. Lo he publicado íntegramente como Anexo 1.]

Manuel Vicent, obviamente, no habla de teatro, ni siquiera piensa en él mientras describe al grupo de babuinos. Sí se refiere, con la ironía que lo caracteriza, a lo que, pare él, es un acto político ancestral. Y ni siquiera está demasiado velada, tras la imagen del terrible tirano de los babuinos, la del dictador por excelencia del siglo XX: Adolf Hitler y su despliegue de sonidos guturales y de gestualidad y expresividad extremas en rostro y manos. Pero lo cierto es que en la narración de Vicent (dedidiamente literaria, porque no tiene la menor pretensión de ser científica), éste está describiendo una situación, muy común entre los humanos, en la que un individuo se sitúa frente al grupo con el objetivo no tanto de transmitir una información determinada cuanto de alterar el estado de ánimo de su audiencia. Ahí está ya el germen de lo teatral.

Es más, en la tensión, en la electricidad, en la energía que atraviesa el grupo (el auditorio) está la esencia de lo teatral. Retengo de Manuel Vicent una frase, "el terrible discurso que no tenía significado aunque era muy emotivo", en la que la palabra "significado" es empleada de forma inexacta. Evidentemente que aquel discurso tenía un "significado", que es, como detecta bien, pura emotividad. Lo que no tiene, o no tiene todavía en este tramo de la evolución, es un significado basado en la palabra. Cómo y cuándo aparece el lenguaje es un tema apasionante de la paleoantropología que se aleja mucho del tema que nos hemos propuesto. Sí es importante constatar, en cambio, que antes de la palabra existían gran parte de los mecanismos que siguen conformando, hoy, la base de la comunicación.

Sobre es forma primara del discurso oral se articula, en efecto, el discurso verbal. Esta el gesto, -del cuerpo, de las manos-, la expresión del rostro -sin duda de una ferocidad basada en la dentadura, arma terrible-, está el empleo de la voz, como un ladrido, un aullido, con su ritmo, su volumen, sus cadencias, sus repeticiones. Cuando el gesto y la voz quieren comunicarse al grupo, se amplifican, se vuelven perentorios. Ahí está ya el actor, esa capacidad carismática de electrizar a la audiencia, que forma parte de nuestra constitución biológica anterior a la lengua. Y ahí está, con toda certeza, el secreto de Shakespeare.

[I.7.]

Termino este primer capítulo, centrado en el público, tratando de establecer una aproximación entre el concepto de energía -que aún no hemos hecho nada más que empezar a definir como aquel elemento que convierte al espectador en verdadero auditorio- y la escritura dramática. En El espacio vacío, Peter Brook -gran director- dice, hablando de Shakespeare -el dramaturgo por excelencia- las siguientes palabras que resultan especialmente interesantes encuadradas en el contexto de lo que hemos comentado en el apartado anterior:

"Con respecto a Shakespeare oímos o leemos el mismo consejo: 'Interprete lo que está escrito'. Las palabras de Shakespeare son registros de las palabras que él deseaba que se pronunciaran, palabras que surgen como sonidos de labios de la gente, con tono, pausa, ritmo y gesto como parte de su significado. Una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión. Este proceso se realiza en el interior del dramaturgo, y se repite en el actor. Tal vez ambos son sólo conscientes de las palabras, pero tanto para el autor como luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca formación invisible. Algunos escritores intentan remachar su significado e intenciones con acotaciones y explicaciones escénicas; sin embargo, no deja de chocar el hecho de que los mejores dramaturgos son los que menos acotan. Reconocen que las indicaciones son probablemente inútiles. Se dan cuenta de que el único modo de encontrar el verdadero camino para la pronunciación de una palabra es mediante un proceso que corre parejo con el de la creación original. Dicho proceso no puede pasarse por alto ni simplificarse."
[Peter Brook: El espacio vacío. Arte y técnica del teatro. Ediciones Península, Barcelona, 2006. (Primera Edición inglesa, 1968)]

Peter Brook acierta plenamente al señalar que "una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión". Lo importante es la necesidad de expresión, el impulso primero, que es, antes que nada, "sonidos... con tono, pausa, ritmo y gesto", un cañamazo en el que sólo más tarde se engarza la palabra en el proceso que desemboca en la expresión final. Es significativo que en los interrogatorios policiales se conozca que el sospechoso miente cuando en su discurso la palabra se anticipa al gesto, porque el orden natural es precisamente el contrario: primero el gesto, la expresión, el tono, el tempo... y sólo después la palabra. Otro indicio de mentira es la repetición exacta de secuencias de palabras, que demuestran que el interrogado no visualiza lo que describe y, por lo tanto, no puede elegir unas u otras palabras para describir un suceso infinitamente más rico en estímulos que aquellos pocos en los que quedan resumidos mediante la palabra.

Resulta imprescindible entender que existe una importantísima dependencia de la palabra no sólo respecto a la expresividad del que habla sino, y ahí sí empiezan a vislumbrarse todos los elementos que conforman esa energía escénica de la que hablo, respecto a los estímulos sensoriales del entorno donde esta palabra es dicha. Resulta más fácil mostrarlo con un ejemplo: la misma palabra -ya sea amor, odio, pasión, o cualquier otra- tendrá reverberaciones distintas y será dicha por el emisor y entendida por el receptor de forma completamente diferentes si es dicha en uno y otro contexto -ya sea iglesia, cementerio, en lo alto de una montaña, o en una taberna-. Esto también lo sabía, y lo utilizaba magistralmente Shakespeare.

* * * * *
Tenemos, en definitiva, al público bien dispuesto y sentado en la platea. Es un público movido por el placer de la inteligencia (una inteligencia fruto de la evolución animal, tal como la hemos definido en [3]), que habita indifectiblemente en el centro mismo de una cultura que lo conforma ([4]), que ha hecho determinados preparativos para asistir a este acto en el cual sufrirá una transformación unificadora junto con los otros asistentes ([5]). Sabemos, además, que, por encima de la palabra, hay dos elementos anteriores a la ella que tienen la capacidad de impactar sobre el espectador de forma emocional, instintiva y perentoria y que son la expresividad corporal y los estímulos sensoriales que recibimos por nuestros cinco sentidos ([6] y [7]). Es para este público que el dramaturgo construye sus juguetes escénicos. Es teniendo en cuenta todos estos elementos como podemos empezar a pensar la dramaturgia de la energía.